Platón, en el Fedro, aseguró que los libros no podían reemplazar a los maestros porque no respondían preguntas. Protestó también que el libro no podía elegir a sus lectores, señalando el riesgo de que éstos resultaran estúpidos o malvados. Clemente de Alejandría tenía la misma prevención y garantizaba que escribir un libro era dejar una espada en manos de un niño.
Digamos –eso sí– que en la Antigüedad clásica un libro era la abolición parcial de una ausencia o una precaución contra el olvido. El maestro dejaba un texto que, en cierto modo. Lo sustituía. Lo mismo ocurría con los poetas y cantores.
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