lunes, 4 de mayo de 2009

Crónicas del Ángel Gris. Alejandro Dolina

¿Qué virtud encierra creer en lo evidente? Cualquier papanatas es capaz de suscribir que existen las licuadoras y los adoquines. En cambio se necesita cierta estatura para atreverse a creer en lo que no es demostrable y –más aún– en aquello que parece oponerse a nuestro juicio. Para lograrlo hay que aprender –como quería Descartes– a desconfiar de nuestro propio razonamiento. Por supuesto, en nuestro tiempo cualquier imbécil tiene una confianza en sus opiniones que ya quisiera para sí el filósofo más pintado. La incredulidad es –según parece– la sabiduría que se permiten los hombres vulgares.

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