Por lo general y de forma prioritaria, el hombre no busca placer; al contrario, el placer - o, en este caso, la felicidad- es el efecto secundario de vivir fuera de la auto- trascendencía propia de la existencia.
Una vez la persona halla una causa (1) o empieza a amar a otra persona, la felicidad llega por sí misma. Sin embargo, el deseo de placer contradice a la cualidad autotrascendente de la realidad humana. Y resulta contraproducente.
Porque el placer y la felicidad son productos, no premisas. La felicidad debe resultarse de algo. No puede perseguirse. Es la persecución de la felicidad lo que acaba por frustrarla.
Cuanto más hagamos de la felicidad un objetivo, más nos alejaremos del objetivo. Y esto se pone de manifiesto especialmente en los casos de neurosis sexual, como la frigidez o la impotencia. El éxito o la experiencia sexual se hallan estrangulados de tal forma que se hace de ellos un objeto de la atención o un objetivo de la intención. A lo primero lo he llamado «hiperreflexíón», y a lo segundo «hiperintención».
(1) Albert Schweitzer dijo una vez: «De entre vosotros sólo serán felices aquellos que hayan buscado y encontrado la forma de servir».
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