miércoles, 25 de septiembre de 2013

Discurso del Método. Renée Descartes

No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas. Sabía que... la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas...

Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo [a los ejercicios que se hacen en las escuelas]... Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que hombre. Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que verosímil. Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la presunción de los que profesan saber más de lo que saben.

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