Originariamente el Progreso fue imaginado como el logro de mejores condiciones de vida, tanto en lo económico como en lo cultural y existencial. En la medida en que esta intención se fue volcando en acciones, comenzaron a ocurrir deformaciones del ideario inicial. Así “el progreso real” se entendió, cada vez más, sólo como crecimiento económico y mayor disponibilidad de bienes materiales ... La felicidad de las personas y los objetivos de una buena vida fueron quedando postergados.
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El individualismo competitivo, pieza que resultó fundamental en las primeras etapas del progreso económico, debilitó la conciencia de comunidad vigente en las comunidades tribales y luego en la familia ampliada. Acrecentó así el desinterés por la situación de los otros.
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Las consecuencias negativas se hicieron mayores en el grado en que las acciones económicas se orientaron a la ganancia como sentido excluyente.
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La humanidad no está encontrando las maneras de convertir ese logro en la base de nuevas y mejores formas de vida. Los escollos que nutren esta imposibilidad tiene que ver con la lógica que surge de las viejas maneras de entender sus intereses por parte de quienes acumularon mayor poder económico, pero también, y mucho, con una manera de ser y vivir que hemos heredado y que aún orienta nuestras vidas.
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